Guillaume Evenblij tenía nueve años. En aquella época, su madre trabajaba recogiendo flores de los campos de la isla Schiermonnikoog de la provincia de Frisia y su padre era el vigilante de un faro nórdico en el mismo lugar. Su vida transcurría relativamente tranquila, excepto en invierno, ya que las nevadas eran pan de cada día y el padre no podía faltar a su deber. Guillaume temía que un día no volviese a casa. Cuando el padre abría la puerta, en la madrugada, el niño corría a sus brazos, se mojaba las mejillas con nieve que venía impregnada en la ropa de su padre y le decía "Ik miste u", mientras lo abrazaba fuertemente de las pantorrillas. La madre entonces, soñolienta, ponía la tetera metálica sobre la salamandra y avivaba el fuego con un leño.
Los veranos, en cambio, eran una delicia. Guillaume, liberado de los quehaceres estudiantiles, corría (los suspensores aleteando en el aire, siguiéndole) por los campos floridos junto a sus amigos. Saltaban riachuelos, molestaban a las ranas, remoloneaban bajo los escasos árboles. Lo que más hacían, sin embargo, era molestar a los vecinos. A veces, pasaban una rama gruesa por la reja de los fastidiados habitantes del poblado, provocando un ruido infernal. O se escondían en el confesionario de la iglesia. Allí depositaban unos huevos que le habían robado a algún otro vecino, y se iban. Para cuando el padre descubría la trampa ya era demasiado tarde. Siempre alcanzaba a escuchar la risa de los niños alejándose a toda velocidad.
Un día, Guillaume y sus amigos decidieron ir a la playa. El verano estaba ya a punto de llegar a su fin. A lo lejos, después de un largo trecho de arena, se divisaba una boya. Guillaume no consiguió que sus amigos le siguieran, excepto uno. Era un niñito un poco más pequeño que los demás. Siempre andaba despeinado y con las rodillas sucias. Él fue el único que aceptó el desafío de Guillaume: alcanzar la boya. Corrieron a todo lo que daban sus pies, los cuales se hundían en la arena húmeda e interminable. Cuando al fin lograron llegar, se subieron a la boya y comenzaron a saludar a sus amigos, quienes apenas se veían como puntos en el horizonte.
Al transcurrir los minutos, cayeron en la cuenta de que la marea subía. Sin saber qué hacer y sin atreverse a poner los pies sobre el ya hondo y arisco mar, permanecieron sentados allí. Anochecía y los puntos en el horizonte desaparecieron. Las olas se hacían cada vez más grandes y violentas. Negras espumas cubrían sus crestas y las pupilas de los pequeños se dilataban de asombro y terror. Tiritaban y se abrazaban, de frío o de miedo, no se sabía muy bien. Ya perdían las esperanzas, cuando una luz intensa les cegó por un momento.
¿Era Dios? ¿Habían muerto?
Era el padre de Guillaume que junto a los padres del otro niño, buscaban frenéticamente alguna huella de sus hijos en el mar. El faro había salvado sus vidas.
Una vez en casa, tibio y a resguardo, Guillaume recibió LA reprimenda de su corta vida: "¿Y nunca más te vas a juntar con ese niño Gustav, me oíste bien?"
lunes, julio 10, 2006
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1 comentario:
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